¡Auxilio, socorro! Eran los gritos desesperados de un hombre que se escuchaban al horizonte. Había pasado la media noche y en contraste con un cielo hermoso, cubierto por estrellas y una luna que parecía enamorada, estaba el drama de ese hombre que con temor en su voz gritaba por ayuda. Despertamos en casa y mi madre con una cara de angustia predecía lo peor.
No recuerdo qué pasó en ese momento. Todo fue muy rápido. En un pestañeo estaba en mi casa y en otro, corría por medio de una selva espesa. Árboles gigantescos, que parecían casados de un cuento de los hermanos Grimm, me acorralaban. Matorrales herían mis piernas y pies descalzos, mientras que en medio de la oscuridad un tronco golpeaba mi pecho, tirándome al suelo.
Se detuvo todo. No escuchaba ni a mi madre ni a mi hermana y tampoco a ese hombre que gritaba por ayuda. Pensé que se habían ido sin mí. No podía respirar.
No pasó mucho tiempo cuando sentí una mano que me tomó con violencia. Y en otro pestañeo, me encontraba corriendo de nuevo. Sentía cómo se deslizaba por mi cuerpo el sudor. Mi boca ya estaba seca y me sentía mareado.
La casa del bosque Una casa se asomaba entre los árboles y lámparas de petróleo iluminaban su fachada. Era de dos pisos, construida en madera. Su color amarillo fosforescente no me agradaba. Al llegar al lugar, una anciana, una joven llamada María y un hombre adulto, que parecía ser su padre, nos recibían. Ellos también habían escuchado el llanto de ese hombre, que hasta ese momento desconocía.
Mi madre me miró llorando y mi hermana asustada, la abrazaba con lágrimas en sus ojos. María, la anciana y su papá, también lo hacían. No sabía qué pasaba, estaba asustado.
En un momento me miré. Lo que pensaba que era mi sudor, en realidad era un baño de sangre. Me espanté y en ese mismo momento recordé el tronco con el que me había chocado. Todo cobró sentido.
Quise llorar, me sentía impotente y confundido, pero mi padre me había enseñado que los hombres no lloran. Justo ahí entendía el por qué corríamos tan desesperadamente por el espeso bosque a orillas del río.
Mi padre Provenía de una familia ganadera. Todos en el corregimiento los conocían.
Mi abuela era una mujer 60 años con artritis degenerativa que postrada en una cama, la hacía ver como de 80. Mi abuelo, un don Juan de 65 que parecía de 45. Él la había abandonado con siete hijos cuando le diagnosticaron con la enfermedad hacía varios años. Y hasta ahí llegó el buen nombre y la estabilidad de la familia.
Mi padre desde joven trabajó para obtener sus propias cosas. Nunca gustó del estudio pero sí del trabajo duro para tener lo que quería.
A los 16 probó el primer sorbo de su perdición. El alcohol se adueñó de su vida y lo alejó de su familia.
Vivíamos en un corregimiento alejado del pueblo. Y era atravesado por un río estrecho pero profundo y para poder cruzarlo era necesario una canoa. Nuestra casa estaba al otro lado del río.
Recordé que mi padre había salido ese día por la mañana. Era un sábado, y el día estaba caluroso. Se duchó, se puso una camisa de cuadros marrón, un jean azul oscuro, unas botas de cuero que le llegaban más debajo de la rodilla y su muy característico sombrero. Habían pasado cerca de 14 horas desde entonces.
La luna se oscureció Una vez curaron mi herida en el pecho, atravesamos el río. Miraba al cielo y rogaba porque mi padre estuviese bien.
Oré por él como nunca, mientras veía que la luna poco a poco se escondía entre nubes grises, como para no verme y pasar desapercibida.
No sabía si era una señal de Dios para que nos preparáramos para lo peor. Llegamos al otro lado, y nuevamente en un pestañeo la vi arrodillada y mi corazón se desquebrajó. Quise golpearlo pero no podía.
Ella, se levantó de la cama y como pudo se hincó y rezó por él. Un milagro que el amor de una madre puede hacer. Él besaba la tierra y ella lo abrazaba mientras el alba iluminaba una nueva oportunidad para vivir.