“Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático”.
Émile Ciorán, Adiós a la filosofía
En México asistimos a un experimento de centralización del poder que ancla su discurso en la distinción, evidentemente falsa, entre fieles y cismáticos. Cada mañana el Presidente Obrador se presenta a sí mismo como la única y válida representación de la verdad. Pero en realidad es una escaramuza discursiva, un cóctel fúnebre de la realidad. Aún el diablo no aspira a tanto, validarse a sí mismo.
Lo que ocurre en las conferencias presidenciales haría sonrojar al despreciable dragón pestilente. Sin embargo, el Jefe del Ejecutivo no solamente tiene su verdad, además dictamina, sin ninguna evidencia, qué sí y que no es cierto, no importa que el número de asesinatos dolosos rompa récord cada mes o que enfrentemos la peor crisis sanitaria y económica de nuestra historia, como el afirmar, sin ninguna conexión con los hechos, que “no pasa nada con eso (SIC) del “coronavirus”, “ni siquiera es equivalente a la influenza (catarro)”, “somos un ejemplo ante el mundo” (autoelogio increíble a la pandemia).
Cuando la realidad aparece cruda ante el Ejecutivo, éste alza la voz, e interrumpe al periodista, si esto no basta, pasa a un chiste, o habla de temas irrelevantes, como cuando reflexionó, por minutos, sobre el beisbol, si esto no funciona, rifa un avión (sin avión), exige el perdón del gobierno español por la colonia u opina “respetuosamente” sobre tal o cual acontecimiento sin conexión alguna con la pregunta. El Presidente, por sí mismo, a su entender, por decirlo amablemente, organiza el mundo entre su red de seguidores “exclusivos” y los que no lo son, Ciorán los identificaría como “los fieles” y “los cismáticos”, respectivamente. Asimismo, desde la Jefatura de Gobierno y Estado mexicano, cada mañana, se distingue entre el fiel y el cismático. Se promueve, en los hechos, una genealogía del fanatismo.
El Presidente Obrador pasa “hábilmente” de un tema a otro, no solamente es la discusión de si se dice o no “gasolinería” o si tal o cual persona es “achichincle”, “alcahuete”, “aprendiz de carterista”, “blanquito”, “calumniador”, “camajanes”, “fichita”, “fifí”, “gacetillero vendido”, “hampones”, “lambiscones”, “mafiosillo”, y una larguísima lista de adjetivos descalificativos de personas, partidos y grupos (que han sido analizados por Gabriel Zaid en su artículo, publicado en Letras Libres, “AMLO poeta”) es la manera en la que anima la desaparición de la lógica y lleva al auditorio a la epilepsia de las ideas, la negación de la evidencia, la interrupción de la razón para sustituirla por la llama pura del credo, la doctrina que nace de la improvisación pero que es digerible para sus fieles: la simplificación de los problemas (y sus soluciones).
Este es un gobierno que no gobierna, homilía; que no decide, excusa y acusa; que no resuelve, simplifica y experimenta.
Existe en México un proyecto de centralización del poder que gesta, diariamente, una genealogía del fanatismo con consecuencias funestas para el presente y el futuro mexicano.
¿Será que en este 2021 cada vez más mexicanos se darán cuenta de la gravedad del proceso de centralización del poder que ocurre en nuestro país? Esperemos que así sea, porque lo que sí puede cambiar, tanto en México como en Colombia, no es aquel que, con fines electorales, escinde el mundo entre fieles y cismáticos, aún si deja en ruinas lo que debió procurar, como sí lo pueden lograr los electores, las sociedades, el periodismo, la ciencia y la razón.
Por: Marcos David Silva Castañeda
Profesor de la Escuela Nacional del Trabajo Social de la UNAM
Comments